Oct 13 2009

VIAJEROS POR LA PUEBLA DE CAZALLA (I): EL PREMIO NOBEL CAMILO JOSÉ CELA

Publicado en CULTURA

El premio Nobel Camilo José Cela Trulock (Padrón 1.916 – Madrid 2.002) fue autor de una extensa obra literaria por la que se le galardonó en 1.989 con el Premio Nobel de Literatura y en 1.995 con el Cervantes de la misma especialidad. A finales de los años 40 comenzó su serie de libros de viajes por diversas regiones de España que se prolongaría en la década de los 50 y 60. Para su composición Cela se echó a los caminos y como aquellos otros ilustres viajeros de la generación del 98 pensaban que únicamente se podía viajar de verdad, andando y con el petate a las espaldas.

Compuso así Cela durante sus viajes una insólita figura de barba y boina, rara y hasta sospechosa, en la España de aquellos años tan distinta a la de hoy, lo que le valió en alguna ocasión tener que pasar la noche en el depósito carcelario de algún que otro pueblo perdido.

En una de esas andanzas, debió ser allá por 1.957 o 1.958, sus pasos y el camino que estos siguieron lo condujeron a nuestra localidad viniendo de Osuna, es verdad que aquí no se entretuvo mucho, apenas media mañana y parece que lo que vio no le gustó lo suficiente como para incitarle a detenerse más tiempo, fue una lástima, pero aún así es posible que todavía alguien guarde un recuerdo de aquella mañana en que vio pasar un peregrino que pasado el tiempo llegaría a ser premio Nobel. El testimonio de las horas que pasó entre nosotros lo plasmó en su Primer viaje andaluz. Notas de un vagabundaje por Jaén, Córdoba, Sevilla, Huelva y sus tierras (1.959) y dice así:

“El vagabundo se fue a abrirse su regalo a la carretera de Puebla de Cazalla, villa  a la que no llegó a dormir. Al vagabundo le sorprendió la noche -entre la dehesa de Oviedo y el cerro Maestre- mientras contaba, como un avaro, su tesoro de tortilla de patatas y carretes de esparadrapo, de filetes empanados y escapularios del Sagrado Corazón de Jesús, de embutidos y calcetines, de confituras y cigarrillos finos, de queso, de botellines de anís y de latas de foie-gras. El vagabundo, a pesar del tiempo transcurrido, no consiguió explicarse aún cómo su respetada benefactora y amiga doña Mencía Corrales no había encontrado marido, aunque no hubiera sido de los mejores. Hay cosas que, para el vagabundo, son como un verdadero arcano.

Al vagabundo, que durmió aquella noche con el sosegado y placentero sueño de los ricos, le fue a alcanzar el sol lamiéndole las espaldas al tiempo de meterse por La Puebla de Cazalla, a orillas del maloliente río Corbones malagueño de Cañete la Real, por su cuna-, pueblo blanco y olivarero, como todos, y sin cosa de mayor mérito artístico que ver. En la Puebla de Cazalla el vagabundo cambió el esparadrapo, los escapularios y los calcetines por un pollo de muy hermosas presencias y, para que nadie creyera que lo había robado, puso como condición que se lo guisasen allí mismo.

-¿Hecho?

-Hecho.

A la media mañana, el vagabundo, con más hambre que Carracuca, se zampó el pollo sin dejar más que los huesos y el poquito de carne que no se despegó al primer viaje, restos -que aún no lo eran- que guardó muy cuidadosamente para entretenerse en irlos chupando por el camino.

A poco de salir a la carretera de Sevilla, aparece el camino de Marchena, que no está lejos.

-¿Cuánto hay a Marchena, amigo?

-Menos de tres horas, compadre”.


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