Sep 28 2012

HOJAS MUERTAS Y ATARDECERES DE OTOÑO EN LA PUEBLA DE CAZALLA

Publicado en LA PUEBLA

Le gustaba pasear sobre las hojas de otoño, por eso entró en el paseo aquella mañana cuando se dirigía andando desde el hostal, era… jueves o viernes, tuvo que pensarlo durante unos instantes, los días de la semana habían dejado de tener ya demasiada importancia, no tenía lunes pero tampoco viernes ni siquiera sábados, entresijos absurdos del tiempo ahora que pasaba más rápido que nunca y en otras ocasiones se paraba con el martilleo de los recuerdos que no querían venir a su cabeza.


Hojas de otoño

La noche anterior, cansado del viaje, de su vida y de él mismo, se había hospedado en el hostal. Le sorprendió el enorme bullicio de la pensión, le dijeron que la mayoría eran funcionarios que trabajaban en la cárcel de Morón y que buscaban en la Puebla un alojamiento más modesto y barato. También él había pensado que lo mejor era hospedarse allí, no quería incomodar a los pocos conocidos que le quedaban en el pueblo, de su familia ya no había nadie. Hacía casi dos décadas que no venía a la Puebla, incluso dejó que su padre vendiera la casa que tenían en la calle de la Cilla, el anciano tuvo que hacerlo solo, sin su ayuda, cuando su madre devorada por sus propias neuronas dejó de conocer los rostros de todos, dejó de llorar por nadie, dejó de sufrir por nadie. Aquella venta sirvió para que la atendieran en un sitio de hijos prestados hasta el día en el que estando en la fábrica, una chica andaluza, gallega o catalana quizás, en un perfecto catalán, frío e indiferente, le comunicó que su madre había muerto.


Imagen de Postales San Pi de los años 70, se rotula como parque infantil y chalet de A. Fuentes, coincide con la época aproximada en la que mucha gente emigró a Barcelona. Puedes ampliar clikeando sobre la imagen.

En los últimos años a fuerza de no hacer nada, se había aficionado a la botánica, los árboles no traicionaban, pedían más bien poco y eran agradecidos. Por eso era capaz de reconocer aquellos árboles del paseo, aún los recordaba de niño, los árboles, las palmeras, el albero, los rosales de pétalos caóticos y los bancos rojos de cemento.

Siempre había estado convencido de que aquellos bancos rojos eran de invierno aunque no tuvieran espaldar, le parecía que estaban especialmente bien hechos para que las niñas a las que correteaban, pudieran dar calor a sus glúteos prietos, glúteos imaginados, glúteos perseguidos, glúteos carabineados y que disparaban el afán constante por arrimarse a ellas y a ellos para robarles el calor que habían tomado de los bancos rojos de cemento. Por aquel entonces no conocía el nombre de los árboles, venían al paseo a comer las moras negras y albinas, las flores de lilas, los pétalos blancos y empalagosos de las robinias y a veces hasta las algarrobas de las acacias.


Imagen del paseo en la década de los 70. Corresponde a la misma serie de postales. Puedes ampliar pulsando sobre ella.

Se fijó en las acacias de las tres espinas, casi desnudas de hojas, aquellas espinas en la corteza vieja de apariencia verdosa adolescente, precisamente tres agujas, siempre tres puntas, tres dolores, sangre en las manos del mui que se subía a los árboles como un mono. Se dejaban ver con su filo duro y puntiagudo  junto a las vainas negras y unas cuantas hojas amarillentas a punto de desprenderse. Un ruido infernal de dos máquinas sopladoras le despertó de aquella reflexión, también aquí había llegado la modernidad.



Imagen actual del paseo Bohórquez

Grupos de gentes desconocidas daban vueltas por los caminos del jardín, llevaban prisa, aceleraban sus piernas y su corazón, seguramente no habían visto las hojas amarillentas de los olmos, de las melias ni de las acacias. A él le parecía un pequeño milagro ver cómo lo que quedaba de hálito verde en aquellos frondes, iba camino de la corteza para no perderse en el invierno, nutrientes, elementos químicos, hormonas, toxinas y pigmentos desfilaban en un viaje de retorno hacía el leño vivo cercano a las arrugas de la corteza. Lo mismo había hecho él, volver a la Puebla, aunque no sabía muy bien porqué. Cuando se fue con trece años, varios meses después que su padre hubiese emprendido el viaje a Barcelona, trabajaba como ayudante de camarero en el bar Central, había que ayudar con lo que fuera para salir adelante. Los años que vinieron después fueron demasiado convulsos, demasiado rápidos, demasiado ajetreados y de vida malgastada. La Seat, el casamiento, los hijos, el romper con lo anterior, el divorcio, el desengaño filial,  la orfandad, volver a romper con lo vivido,  la prejubilación y el otoño.


Imagen del bar Central en los 70, fachada anterior a la remodelación que lo dejó en su estado actual. Colección de Páez

Era un otoño de caída incesante de hojas, de innumerables hojas que le acercaban y le alejaban al mismo tiempo. En aquel tormento consciente lleno de comités de empresa, de sindicatos, de madrugones y nocturnidades… en los que la vida en la ciudad había dejado de ser su vida. No paraba de pensar en su padre, en las veces que podría haber hablado con él de su Puebla que no olvidaba nunca, en las ocasiones en  que podía haberlo acompañado en vacaciones en las visitas que hacía cada tres o cuatro años a la Puebla, en los parientes que podría haber conocido, en lo que hubiera ocurrido si no hubiese cortado aquel cordón de carne, sangre, recuerdos y sentimientos. Ahora que ya no podía hablar con él ni acompañarlo, ahora que ya las prisas no valían para nada, que vivía solo por abandono propio, ahora sintió la urgente necesidad de ir a la Puebla. Quería seguir el mismo camino que las hojas que se abandonaban al viento y caían en la tierra y se volvían tierra, quería ver los atardeceres de otoño en la Puebla, quería pasar allí  el largo invierno.



Mientras tanto las hojas caían incesantemente con las ráfagas de viento pero no se amontonaban en el suelo, las tiranas máquinas de aire inventado las absorbían privándoles de volver a la tierra para empezar de nuevo el ciclo de la vida. Se dio cuenta que había llegado a una plaza demasiado moderna que pareciera que alguien había hecho gravitar allí, no la recordaba y menos aún su nombre con aires cubanos. Lo mejor sería ir al Central, era muy temprano todavía y quizás Fernando se acordaría de él o de su padre y como las hojas amarillentas que tenían la suerte de caer al suelo, podría volver al suelo y a la tierra.

Por la tarde iría a ver un atardecer en el que según su padre era el mejor sitio del mundo para hacerlo, sería un atardecer de otoño en La Puebla de Cazalla.

En memoria y homenaje de todos los moriscos que tuvieron que sufrir el desarraigo para buscarse la vida, y el anhelo de que nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos, afortunadamente mucho mejor preparados, no tengan que vivirlo y sentirlo en sus propias carnes.

Blog Morisco

7 comentarios

7 comentarios en “HOJAS MUERTAS Y ATARDECERES DE OTOÑO EN LA PUEBLA DE CAZALLA”

  1. Manuelel 04 Oct 2012 a las 13:46

    Excelente relato escrito con buen pluma y con corazón. Desde luego llega a todo aquél que, como yo, tuvimos que salir del pueblo y establecernos en otro lugar de España.

    No veo correcto que no tenga firma.

    Un saludo.

  2. andresel 01 Oct 2012 a las 19:15

    Enorabuena por la foto Juan, es Buenisima.

  3. aleel 30 Sep 2012 a las 13:19

    Generalmente todos los articulos del blog están muy bien, pero a este yo le daría un primer premio, tanto por el fondo como por la forma, porque el autor (por cierto, sería bueno que se diera a conocer, mi enhorabuena para el) ha sabido plasmar en unas pocas lineas y en un estilo impecable que recuerda lo mejor de nuestra literatura del siglo pasado, un relato crepuscular, poetico y emotivo, que llega hondo a cualquier morisco “madurito”, aunque no haya tenido la triste necesidad de emigrar.
    Porque está muy claro para qué vuelve a la Puebla el protagonista del relato.
    Un abrazo.

  4. juanel 30 Sep 2012 a las 0:50

    Tal vez el atardecer de otoño que menciona este articulo tan bonito y tan melancolico sea parecido a este:

    http://imageshack.us/a/img9/3555/28092012360.jpg

  5. Encarna Diazel 29 Sep 2012 a las 22:51

    Genial amigos,como siempre un gran articulo!!!!.
    Yo tambien me siento identificada en él !!! como muchos más tuve que dejar “Mi Linda Puebla”para buscar una vida mejor,pero la tengo grabada en mi corazón y de ahí nunca saldrá!!! espero volver pronto y ver ese lindo atardecer del que hablais y que a mi tanto me gusta y como no a mi familia y mis amigos y aunque a veces me encuentre tambien un poco perdida y estraña!!!!ahí estaré!!!.
    Gracias por vuestro trabajo y por hacer que nunca olvidemos nuestro pueblo y nuestras costrumbres.
    Un abrazo Morisco para todos…

  6. Juanel 28 Sep 2012 a las 19:15

    Leyendo esta publicación, me he dado cuenta cuando he llegado a su final, que la vista se me ha nublado un poco y es debido a que se me han puesto los ojos mojados al leer estas inconmensurables líneas que para mí tienen una carga muy grande de tristeza al pensar en la cantidad de paisanos que tuvimos que emigrar y que ante todo siempre hemos tenido muy presente a nuestra querida Puebla, cuyo recuerdo siempre será imperecedero y, sobre todo y mayormente para aquellas personas que apenas volvieron. Esto lo digo por mí, porque cuando he tardado en ir a la Puebla, siempre he tenido mucha nostalgia y no se me acaba de ir hasta que se vuelve a ella y se pasea uno por sus calles y ve a sus amigos, compañeros y demás. Desde luego quien ha hecho este articulo o como se quiera llamar, ha sabido tocar las cuerdas sensibles de mi organismo y, creo que a la inmensa gran mayoría de paisanos que lo leerán, por lo que, ante todo quiero decir aquello de: ¡Viva la madre que lo parió! Un abrazo

  7. Paco Mármolel 28 Sep 2012 a las 17:06

    Gracias por este relato, que nos fotografía a muchos de los que, por desgracia tuvimos que marchar de La Puebla, hace muchos años, y que la llevamos siempre en nuestros corazones.
    En otoño, invierno, primavera y verano.
    Me he sentido totalmente identificado en él.

    Felicidades por vuestra labor.

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